A Javier
Hace ya algunos años, creo que fue durante el mes de mayo, Javier se empeñó en querer enseñarnos a Mari Angeles y a mí Alcalá de Henares. La idea nos sorprendió bastante porque, aunque habíamos oído hablar de la ciudad, ninguno de los tres tuvo nunca la ocurrencia de pensar en la vieja Complutum como un lugar que mereciera la pena conocer.
Pero Javier era el tipo más imprevisible que jamás había conocido, el único capaz de armar grandes broncas “intelectuales” en clase o de llevar siempre la contraria a cualquier profesor que se le pusiera por delante. Por eso, en el fondo, no me pareció raro que quisiera sorprendernos y que, en vez de hacer uno de nuestros muchos viajes siguiendo la huella de un gran escritor, nos propusiera, casi de manera autoritaria, ir a Alcalá. Mari Angeles y yo aceptamos sin rechistar.
La fachada de la Universidad de Alcalá
La primera vez que estuvo en la ciudad, según nos contó, fue gracias a un amigo del pueblo que le había hablado de su famosa “marcha” nocturna y, por supuesto, él no quiso perderse semejante espectáculo. Pero, por lo que se ve, no todo fueron bares en su visita, porque recuerdo que al poco tiempo me dejó leer un cuento donde narraba lo que un joven universitario de la Complutense de Madrid había sentido ante lo que empezó a llamar “el espejismo más admirable que jamás había visto”: la fachada de la antigua Universidad de Alcalá.
Javier era así, ambicioso y exagerado en sus ideas y comentarios, aunque, en el fondo, siempre se sentía algo inseguro ante lo que le parecía fuera de lo normal. Y lo digo porque eso fue en realidad lo que, según me confesó, sintió ante la fachada de Alcalá: inseguridad. El día que nos llevó a verla, se plantó frente a ella y, como si estuviera ante una hermosa mujer, se puso a desnudarla poco a poco sin dejar de sentir palpitaciones y titubeando frase a frase.
Pero antes de mostrarnos la fachada, y después de haberse empollado un libro sobre la historia de la Universidad, nos estuvo mareando, mientras tomábamos unos vinos en el antiguo mesón de la Deportiva, con un montón de datos y fechas.
Resulta que la fachada, siguiendo las bellas y elegantes formas del renacimiento plateresco, fue trazada por el arquitecto Rodrigo Gil de Hontañón, del que conocíamos obras suyas en Salamanca y Segovia. Los trabajos de construcción se llevaron a cabo entre los años 1537 y 1553.
Además, se podía considerar como una obra en equipo, donde dejaron su huella desde aparejadores, como el alcalaíno Pedro de la Cotera, a grandes escultores renacentistas, como Claudio de Arciniega, Juan Guerra, Hans de Sevilla o Nicolás de Ribero, sin olvidarnos de los rejeros Antonio Prerres de Hayavera, Juan de Villalpando y Ruiz Díaz del Corral. Después de tantos datos y de un par de vinitos, la cabeza no estaba como para hacer un estudio crítico de lo que quisieron plasmar aquellos hombres en su magnífica obra. Pero todo era preferible a aguantar el mal genio de Javier y al final los tres nos plantamos en la plaza de San Diego frente a la fachada.
Yo, al principio, no hacía mucho caso a lo que tenía ante mí y miraba hacia otro lado, ocupando mi mente, entre otras cosas, en una pareja cogida de la mano que entraba en el hotel El Bedel. “¡Oye tu, que esto es importante!”, me gritó Javier con mala leche, haciendo que casi me pusiera firme, sin saber si levantarme o seguir sentado en el césped. Pensé que se iba a poner pesado con sus explicaciones, sobre todo cuando empezó a hablar del complejo universo de símbolos que, según él, teníamos enfrente. Eso sí, la fachada era bellísima, pero no estaba yo por la labor de aguantar un profundo discurso sobre lo que pretendieron sus creadores.
Lo que, en cambio, me llamó la atención fue el color de las piedras. Estaba atardeciendo y un sol de refilón daba a la fachada un tono entre ocre y dorado. Eso hizo que me parara a mirarla y que, sin darme cuenta, empezara a imaginar que me podía meter dentro y rebuscar por entre sus bellas formas todo aquello de lo que nos estaba hablando Javier. Lo cierto es que en ese momento empezó a resultar fácil entender algunas cosas.
En la fachada se resumían muchas de las ideas que habíamos discutido durante semanas en clase. Recuerdo en particular el jaleo que se armó tratando de interpretar la obra de El Escorial. Para unos, simbolizaba la pura abstracción arquitectónica de una época. Otros veían en la obra de Herrera algo más y buscaban elementos representativos de la cosmovisión del hombre durante el siglo XVI. Así, por ejemplo, percibían en la forma del monasterio un camino hacia la sabiduría divina y el encuentro con Dios. El supuesto camino comenzaba en la puerta principal. Entrar a través de ella suponía casi el inicio de un proceso iniciático, reservado sólo a aquellos que fueran capaces de someter sus impulsos a la disciplina del conocimiento. Ésta era la razón por la que la Biblioteca del monasterio estaba sobre la puerta de entrada. Tras pasar al interior, el Patio de los Reyes introducía la idea de la monarquía como vínculo entre los hombres y la divinidad; al fin y al cabo, el rey cristiano se sentía poseedor del derecho divino que le convertía en el administrador del gobierno de Dios en la tierra. Y por último, el gran templo, como representación del ideal humano de la llegada al íntimo conocimiento de Dios.
Esta idea del hombre renacentista parecía ser la que también emanaba de la fachada de la Universidad de Alcalá. En ella, antes que en El Escorial, sus creadores fueron capaces de expresar el sueño idealizado de un mundo que inevitablemente tenía como único fin el conocimiento de Dios. Yo, en mi propio sueño, ahora estaba dentro y caminaba siguiendo imaginarios senderos que siempre me conducían hacia lo más alto. Las esculturas se movían y me hablaban al oído contándome secretos que no acababa de entender del todo.
La puerta principal aparecía rodeada por el cordón franciscano como recuerdo de la orden religiosa a la que perteneció el cardenal Cisneros. A ambos lados, unas ventanas se adornaban con medallones donde aparecían los hombres que pusieron los cimientos al estudio de la Teología Católica: san Ambrosio, san Jerónimo, san Gregorio y san Agustín. Parecían discutir entre sí sobre cuestiones teológicas, a la vez que impartían sus enseñanzas a una gran muchedumbre de estudiantes universitarios. Sobre la puerta, un bello balcón dejaba entrever, al otro lado, la gran sala de la Biblioteca. En ella se agolpaban multitud de obras teológicas y filosóficas, junto a antiguos textos bíblicos y pergaminos musulmanes de medicina o matemáticas. Era como si se me estuviera ofreciendo todo el cúmulo de posibilidades que otorgaba el saber al hombre del Renacimiento. Pero la cultura, tan importante para el conocimiento de la “verdad suprema”, no era algo accesible para cualquiera, y así me lo recordaron esos dos soldados que protegían el balcón y que, con sus amenazadoras picas, ponían dificultades a todo aquel que se acercara. Y por si fuera poco, dos gigantes o Atlantes se esforzaban por sujetar las columnas que enmarcaban y sustentaban ese gran templo del saber que era la Biblioteca.
Encima del balcón central, un medallón con la figura de San Ildefonso daba fe de la vinculación de los estudios alcalaínos con el arzobispado toledano, mientras que dos escudos cisnerianos aparecían como símbolo de una universidad que adoptó el emblema de su fundador como suyo propio. A ambos lados, otros dos balcones, muy parecidos al del centro, también se adornaban con medallones. En uno de ellos, San Pedro mostraba las llaves del Paraíso, y en el otro, San Pablo sujetaba la espada de la justicia divina.
En el tercer piso, el rey Carlos I, simbolizado por su gran escudo imperial, aparecía magnífico rodeado por su corte y demostrando, en su poderosa aptitud de gobernante, ser el necesario vínculo entre Dios y los hombres. A su derecha, la diosa Palas Atenea otorgaba al rey el don de la sabiduría y, a su izquierda, el héroe Perseo, con la cabeza de Medusa en la mano, daba al monarca la capacidad de la justicia y del saber distinguir entre el bien y el mal.
Y sobre el rey, el símbolo de lo que los hombres siempre consideraron el principio y el fin de todas las cosas: la divinidad. Dios, el motivo esencial del conocimiento para el hombre del siglo XVI y objetivo donde llegar para todo aquel que se aventurara a iniciar el camino hacia la sabiduría, se mostraba omnipotente bendiciendo al mundo. Sobre el padre Dios, Cristo aparecía en la cruz rodeado de los símbolos de la fugacidad de lo humano: un hombre joven y uno viejo, a un lado, y una mujer joven y otra vieja, al otro.
De repente, sentí un empujón y caí al suelo. Javier y Mari Angeles se reían de mí mientras que yo no me acababa de enterar de donde me encontraba. Todo había sido un sueño y la culpa la tenía Javier y su manera de explicarnos la fachada. Pero no estaba para enfados, y lo cierto es que le tuve que reconocer que había conseguido algo que me parecía increíble: hacerme participar de lo que sintieron unos hombres que se otorgaron el derecho de crear algo tan bello que casi parecía obra de la mano de Dios. Nos dimos la vuelta, pero antes de irnos por la calle del Bedel, volví la cabeza y pensé que en realidad sólo un dios hubiera sido capaz de inspirar algo semejante a lo que tenía frente a mí.
Recuerdo que después de esta visita a Alcalá, los tres nos pasamos horas y horas discutiendo sobre la idea de Dios y sobre lo que significaba para cada uno de nosotros. Yo personalmente lo que sentí contemplando la soberbia fachada de Alcalá fue que, en muchas ocasiones, lo mejor de los dioses está en manos de los hombres.
Enrique M. Pérez
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