En época del Quijote, tanto los más pobres como los nobles, pasando por los hidalgos venidos a menos, la comida era la protagonista indiscutible.
Desde la segunda frase, la gastronomía está presente en la novela: «…Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…» era lo que comía Don Quijote.
Esa presencia constante de la gastronomía que entrevera las aventuras de Don Quijote y Sancho Panza -ya este nombre nos recuerda la importancia de la comida para el escritor, siempre escaso de emolumentos- es tal que en cada capítulo se menciona o se recuerda algún plato. Esto ha convertido al libro de sus andanzas en todo un tratado de cocina que ha sido estudiado y usado en hogares y restaurantes desde su publicación, en la biblia de la gastronomía castellana y manchega -incluida la de la cercana Madrid- .
100 recetas en El Quijote
Esa tradición cervantina, pues hay cerca de un centenar de recetas culinarias en El Quijote, y que todavía se puede rastrear perfectamente en la cocina actual y en concreto en la madrileña y alcalaína, se refleja en que el Ayuntamiento de Alcalá organiza desde hace diecisiete años unas Jornadas Gastronómicas Cervantinas en el mes cervantino por antonomasia, octubre, cuando se realizan todo tipo de celebraciones y conmemoraciones en torno a la fecha del bautismo del escritor en Alcalá.
En estas jornadas participa lo más granado del gremio de los restaurantes locales, que ofrecen menús a un precio único e incluyen recetas quijotescas, combinando los ingredientes tradicionales con las técnicas más renovadas: entre ellas, varias con bacalao, como el tiznao de bacalao con crema suave de ajo, el ajoarriero, el lomo de bacalao confitado con muselina de atascaburras (puré de patata, ajo, aceite y bacalao) o soldaditos de pavía (bacalao rebozado) con pimientos asados.
A estas recetas se suman los asados de cordero, las croquetas de duelos y quebrantos (revuelto de huevos con torreznos y chorizo o sesos de cordero). La tosta de asadillo manchego de pimiento y el crujiente de tasajo (carne de venado cabra ahumada y seca) son otros platos que podrás degustar en estos días para conocer los sabores de lo mejor de la tradición culinaria del Siglo de Oro y a la vez aligerada, sobre todo en grasas y calorías.
Pan, vino y olla podrida
La gastronomía cervantina que salpica la obra de Cervantes da una imagen clara de lo que era comer en la España del siglo XVII, que fundamentalmente, como tantas veces señalara Sancho Panza, era no comer y comer poco.
La diferencia entre lo que comía la nobleza y el alto clero (incluidos los frailes de los monasterios) que era abundante y variado, y la dieta popular era inmensa. Hasta el punto de que era impensable que el pueblo llegara a comer alimentos que estaban en la mesa de los ricos, a diferencia del día actual, cuando los supermercados están llenos de productos de gran calidad e incluso de alto precio y con una variedad amplia y al alcance de una mayoría de consumidores.
Tal como lo muestra Cervantes, la población en general se caracterizaba por la pobreza y por eso su alimentación principal era el pan (pan de centeno o mezclado con trigo) y el vino, que más bien aguado, era considerado un alimento.
Con el pan se comían salazones, como el tasajo, el tocino o los pescados secos (evidentemente en esa época el pescado fresco no se podía transportar al interior de la Península), como el bacalao, base de tantos platos, o el similar abadejo, y las truchas. Igualmente eran básicas las sopas, generalmente de harina, y si llevaban legumbre o verdura, ya eran cocidos, los que podían incluir algo de carne o tasajo (carne de cabra o venado ahumada y seca), cocidos que tenían su culmen en la olla podrida, un plato de los festines populares con distintas carnes y aderezos. Así se lo puedes oír a Sancho: «…aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho…».
El nombre de la olla podrida, que sería el actual cocido en sus diversas variantes, del madrileño al montañés, de la escudella al maragato, (y que a su vez viene de otro plato similar de raíces judías, la adafina), según los entendidos vendría de la evolución de la palabra poderida, o poderosa, por los “poderosos” ingredientes que contiene. Otros especialista dicen que el nombre de “podrida” se referiría a que el contenido quedaba blando como la fruta pasada, tras el gran tiempo de cocción.
Pero como cuenta tanto Sancho de sus hambres, eso no era cosa cotidiana, pues en general, el menú corriente de la mayoría incluía leche y queso o pan con cebolla por la mañana; potaje, gachas, migas o legumbres a mediodía y por la noche algo de sopa. Y si era algo menos pobre, como el Ingenioso Hidalgo, incluía algo de carne más veces que lo que comían campesinos y pueblo llano, y más de oveja o carnero que de vaca.
La cocina del hambre
En realidad, no sólo la literatura de Cervantes, sino toda la que hoy conocemos como novela picaresca, está poblada de personajes que comían poco, porque poco se podían permitir, hasta el punto de que el mismo Quevedo la llamó “literatura del hambre”, pues como decía Cervantes, “no hay mejor salsa que el hambre, y como esta no les falta a los pobres, siempre comen con gusto”.
Y si la dieta de Don Quijote era escueta, la de Sancho era mísera, como él mismo contaba: “Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta (que eran enormes), y dijo: Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo a lo menos, y no como yo, mezquino y malaventurado, que solo traigo en mis alforjas un poco de queso tan duro, que pueden descalabrar con ello a un gigante; a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces”.
La comida popular en la época que retrata Cervantes no era algo garantizado, pues ni siquiera el suministro estaba garantizado, pues conforme las ciudades, y en particular allá donde estaba la Corte u otras destacadas, crecían en población, en numerosas ocasiones había carestías debidas a la deficiencia en los transportes, y épocas de hambruna, de malas cosechas…, lo que hacía que se comiera sin mayores planes que tener alimento para el mismo día.
Por eso, no era tan importante el disfrute de la comida como saciarse todo lo posible, sobre todo cuando se presentaba la oportunidad, pues la sensación de hambre crónica estaba generalizada, e incluso la nobleza participaba de esa idea de “comer hasta reventar”, de forma que la gula era un pecado capital muy extendido entre esta clase social. Por ejemplo, los banquetes de los reyes de la dinastía de los Austrias, en el siglo XVII, podían componerse de cientos de platos.
De ese estilo se comía en casa de nobles y alto clero, con celebraciones tan admirables como lo que puedes leer en el conocido pasaje referido a las Bodas de Camacho: «…lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas; porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne; así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase…«.
Las migas de Lorca
Las migas, de pan, fritas con chorizo y torreznos de tocino y otros acompañamientos, como los pimientos o las sardinas, tienen su versión dulce, en la que se utilizan sólo las migas, que se tuestan y mezclan con leche, y se llaman migas canas, o con chocolate, también llamadas migas mulatas.
Estas últimas las merendó en más de una ocasión el poeta Federico García Lorca, que se desplazaba a tomarlas a Alcalá, a la Hostería del Estudiante (abierto en 1929), donde son típicas, cuando iba a visitar al pintor José Caballero (también escenógrafo de La Barraca, el grupo teatral de Lorca), residente en Alcalá.
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