Claudio Coello fue la última de las grandes personalidades de la pintura madrileña del Siglo de Oro. Supo llevar la pintura barroca hasta cotas de dinamismo y cromatismo sin apenas precedentes, y a la vez mantuvo una gran seguridad de dibujo.
Todas esas cualidades se observan ya desde sus obras más tempranas, como pone de manifiesto esta pintura, que realizó cuando tenía 22 años de edad para el convento de Agustinos Recoletos de Alcalá de Henares.
En ella aparece el obispo de Hipona elevándose vertiginosamente sobre una nube, ante un fondo de cielo de un azul frío e intenso muy característico de la escuela madrileña, que, a su vez, lo recogió de la flamenca.
No es ésta la única huella del cuadro que refleja el influjo que dejó Rubens y su escuela en la pintura local: el resto de las gamas cromáticas, la propia técnica pictórica o la forma en que están construidos los ángeles así lo atestiguan también.
Tanto el tamaño como el tema de esta obra la convierten en una magnífica representante de una de las tipologías más importantes de la pintura barroca madrileña, en la que culmina una larga experiencia de experimentación sobre las relaciones entre arte y retórica de masas: el gran cuadro de altar, que con sus grandes dimensiones y su composición de lectura clara, dinámica y heroica buscaba impresionar vivamente a los fieles.
En vez de repartir la superficie del retablo en una infinidad de escenas que, entre todas, formaban una narración, se prefiere una única y colosal imagen destinada a impresionar. Esa búsqueda de la eficacia persuasiva hacía que el contenido – al menos en un primer nivel de lectura – fuera de fácil e inmediata interpretación.
En este caso vemos a uno de los Padres de la Iglesia vestido suntuosamente de obispo, en plena gloria ascensional, que señala con su mano derecha el camino delo cielo y que dirige su mirada hacia dos de las amenazas contra las que combatió: el dragón infernal y el paganismo, representado por el busto de un dios clásico.
El espacio juega un papel fundamental en la construcción de esa retórica pictórica: las columnas y las nubes dan solidez a la composición; el cielo actúa como telón de fondo luminoso y enfático; la zona inferior, aunque reducida, abunda en elementos de gran poder estético y significativo: las personificaciones del mal; el paisaje, suave y jugoso; las basas de las columnas o la cartela en la que un jovencísimo pintor afirma ser el autor de esta obra maestra.
La pintura permaneció en el lugar para la que fue pintada hasta 1836, en que, con motivo de la Desamortización, fue destinada al Museo de la Trinidad (Texto extractado de Portús J.: Pintura Barroca Española. Guía, Museo Nacional del Prado, 2001, p. 244).
Mas información
Colección Museo del Prado
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